Después del frío de las lluvias del invierno, la primavera
quería emerger un año más. Aquella mañana nos obsequió con un claro y cálido
día. Como todavía faltaba para la hora de comer, decidí ir a pasear con la
incansable Usha, mi perra, todavía
una cachorra, cabezota, impaciente, enérgica.
Opté por la ruta que más frecuentemente tomábamos: seguimos
el canino que pasa por el este de la casa, junto al pie de la montaña. Llegamos
a una casa deshabitada que prácticamente está en ruinas. Sus propietarios viven
en la ciudad y hace años que nadie ha vuelto por allí. Pasamos junto a los
derruidos corrales por el sendero cuesta arriba apartando matorrales y evitando
cardos cuyos pinchazos escuecen a rabiar. Saltamos el pequeño y antiguo muro y
ya aparecimos en el caminito que serpentea por el interior del bosque de la
montaña. Lo seguimos, en la fresca sombra, bajo el toldo natural que nos
proporcionaban los altos pinos con la pinocha bajo nuestros pies. Finalmente,
después de un tramo en el que debíamos apartar las ramas de matojos y setos que
pretendían invadir el caminito, desembocamos en unas feixas (bancales). El bosque se cortaba de repente, la línea de los
árboles tomaban una curva y empezaba una finca. Pequeños y estrechos bancales
aprovechando el poco terreno llano allí en donde termina la montaña y empieza
el valle. Antiguamente, los payeses
usaban toda la tierra de la que disponían, cualquier trozo era bueno para
cosechar, aunque solo fueran cebollas. Los terrenos formaban una gigantesca
escalera que descendía de la sierra hacia el llano respetando el curso del torrente
cuyo paso siempre había sido considerado, conscientes los antiguos habitantes
de la isla, de que el agua pasa por donde debe. La casa estaba situada en uno
de aquellos escalones con un único camino para acceder a ella sin pisar el
campo.
De repente, algo llamó la atención de Usha que levantó sus
orejas. La llamé, pero para no variar, dada su naturaleza de husky no me hizo
el menor caso. La volví a llamar y nada. Trotó hacia el este por el interior de
los bancales de tierra blanca, cuidados pero no sembrados; dirección que
llevaba a la casa de la finca. La familia propietaria tampoco habitaba en ella
pero, a diferencia de la anterior, la cuidaban y conservaban con esmero sin
cambiar su belleza rústica natural.
Fui tras la perra y al traspasar un matorral lindante entre
el bosque y el campo de cultivo, encontré andando entre las malas hierbas a una
señora mayor. Iba ataviada con una gruesa bata de andar por casa de color azul,
para protegerse del sol llevaba un sombrero de esparto (o algún material que lo
simulaba) de propaganda de Budweiser,
y calzaba unas zapatillas calentitas cómodas de lana y suela de goma. Ella
desvió la mirada de Usha, que la olfateaba curiosa hacia mí mostrándome unos
ojos perdidos. Sus labios dibujaron una sonrisa.
-
¡Buenos días! – la saludé.
-
Buenos días – me respondió.
Su sonrisa en su boca hundida era amistosa aunque sus ojos
perdidos mostraban atisbos de demencia. Le pregunté cómo estaba y me respondió
que bien. Luego empezó a hablarme como si me conociera, pero no era así, yo era
la primera vez que recordaba haberla visto, ella probablemente también. Me
preguntó si el perro era mío.
-
Tienes que ir con cuidado porque corriendo con la
fuerza que tiene puede hacerte caer, conozco a una chica que le pasó – me dijo
preocupándose por mi seguridad.
Mis sospechas de que aquella dulce señora padecía demencia
senil o alzhéimer se confirmaron. Me explicó que no sabía donde se había metido
su hija. Eché un vistazo y vi a un señor y a una mujer que dos bancales más
abajo recogían almendras con sus telas extendidas en el suelo y con las largas
pértigas de caña en la mano.
-
Mire, están allí – le dije a la señora.
Su rostro me dijo que no sabía
como llegar hasta allí. Era tan sencillo como retroceder hacia la casa y seguir
el camino que descendía. Pero estaba completamente perdida. La anciana miró
hacia atrás.
-
Debería volver a la casa que hace mucho calor y
esperarles allí – le insté. Mi imaginación me torturó con la imagen de de la
mujer cayendo de la pared hacia abajo. El primer muro hasta el siguiente bancal
tenía más de un metro y medio de altura.
De pronto a la mujer se le iluminó la cara y recordó algo.
-
Un momento – me dijo.
Se acercó a un algarrobo caminando entre la hierba que le llegaba
hasta la rodilla. Con los pliegues de su larga y gruesa bata formó una bolsa a
la altura del vientre e introdujo un montoncito de algarrobas que había estado recogiendo
hábilmente antes de mi llegada. Se acercó a mí y me los ofreció.
-
No es mucho, pero podéis llevároslo – me tendió los
negros frutos.
-
No se preocupe señora, quédeselo para usted.
Pero insistió. Cogí las algarrobas con las dos manos y
descubrí que eran del año pasado, estaban viejas, secas, en mal estado.
Mientras le insistía que volviera a casa pensando en que no podía dejarla allí
sola escuché una voz:
-
¡Mamá! – sonó un grito unos metros más abajo.
Dejé las algarrobas en el suelo, encima de las piedras del
muro y observé a la mujer acercarse. No le costó subir el primer muro y el
segundo y mucho más alto tampoco necesitó mi ayuda.
A esa mujer sí la conocía, robusta de tez blanca, cara
redonda y sonrisa constante. Rondaba los cuarenta años. Vestía con ropa holgada
y llevaba un sombrero blanco. La había visto en la parada del autobús de la
escuela llevando a su hija. Ella también me reconoció.
Después de saludarnos le expliqué que paseando a la perra me
había encontrado a su madre allí por casualidad.
-
No se la puede dejar sola ni un minuto – me dijo, su
normalmente rostro alegre reflejaba el susto que había tenido.
Nos despedimos y madre e hija se dieron la vuelta regresando
a su casa. Usha, que estaba cazando lagartijas, y yo hicimos lo mismo. Pensé
que probablemente no volvería a ver a aquella entrañable señora, pensé en como
debía de haber sido antes de perder la cordura y pensé en cuánto tiempo más
podría seguir en aquel mal estado malviviendo antes de su fin.
Todos deseamos una muerte en paz, mientras dormimos,
tranquilos, sin que nadie tenga que sufrir por nosotros… pero eso es algo que
no podemos elegir.
Me resulta inevitable recordar a mi abuela que también
padeció esta terrible enfermedad y lo que tuvo que soportar mi madre.
Recientemente el escritor británico Terry Prachet (autor de
las fantásticas novelas de Mndodisco)
descubrió que padecía alzhéimer. Entonces decidió firmar una eutanasia
asistida. Algunos pensarán que es un cobarde, yo personalmente creo que es un
valiente que ama a sus seres más allegados.